Compañías pesqueras, pesca de altura y ciencia en el puerto de Buenos Aires a principios del siglo XX
Por Susana V. García
En 1895, el director del Museo Nacional de Buenos Aires, Carlos Berg, publicó una enumeración de 108 especies de peces marinos y de aguas salobres registradas en las costas argentinas y uruguayas (Berg, 1895). Este primer esfuerzo por sistematizar el conocimiento sobre los peces marinos de esta región, se basó principalmente en el estudio de ejemplares capturados por los pescadores de Montevideo, Mar del Plata y Bahía Blanca y comercializados en Buenos Aires. Cuarenta años después, naturalistas del museo porteño publicarían una nueva enumeración de la fauna ictiológica del “Mar argentino” (Pozzi y Bornalé, 1935), registrando 261 especies, es decir más del doble que lo señalado al terminar el siglo XIX. El crecimiento de las colecciones ictiológicas y de otros animales marinos en ese museo así como la ampliación del conocimiento sobre la presencia de diversas especies en el litoral marítimo se dieron de forma paralela al desarrollo de la pesca comercial en la Argentina. En efecto, en el período transcurrido entre ambos catálogos, las actividades pesqueras y las áreas de pesca en el litoral atlántico se incrementaron a pesar de diversas dificultades y fluctuaciones (cf. Mateo 2002, 2004, 2013; Villemur 1993).
Al iniciarse el siglo XX, se empezaron a emplear embarcaciones a vapor y a practicarse de forma incipiente la pesca de altura desde el puerto de Buenos Aires, posibilitando la explotación de nuevas áreas y la captura de organismos hasta entonces desconocidos para el público y la ciencia argentina. A través de los mercados urbanos y la organización de la pesca comercial marítima, los zoólogos accedieron a diversos ejemplares de peces y otros pequeños animales marinos, aumentando las colecciones de las instituciones científicas (García, 2009, 2014). En ese sentido, el inventario de la fauna marina argentina iría tomando forma en la intercesión entre diferentes actores y espacios, y entre las prácticas científicas, el acceso al mar y la explotación de los recursos. En este trabajo se busca explorar algunas de las interacciones entre los naturalistas y los sectores pesqueros, tomando como caso de estudio los inicios de la pesca con embarcaciones a vapor desde el puerto de Buenos Aires. En particular se examina la incipiente organización de la pesca de altura y las relaciones entre las principales empresas pesqueras de Buenos Aires con los sectores científicos. Estas interacciones, lejos de una cooperación utópica, abarcaron una variedad de actitudes y colaboraciones, dadas en muchos casos por los vínculos personales que podían generar los científicos con el personal directivo de esas compañías o con algunos capitanes de los barcos. En general, los naturalistas reconocieron en sus publicaciones las contribuciones de los actores ligados a las actividades pesqueras, no obstante estas vinculaciones han sido poco estudiadas en la historia de las ciencias marinas. Tampoco se conoce demasiado sobre las primeras empresas pesqueras que introdujeron en la región del Plata nuevas tecnologías y exploraron nuevas zonas y la pesca de nuevas especies en alta mar en las primeras décadas del siglo XX. En este trabajo focalizaremos en las compañías que operaron desde el puerto de Buenos Aires, aunque como se muestra en las siguientes páginas, entre fines del siglo XIX y hasta 1930 su historia es indisociable de lo que ocurría en la otra margen del Río de la Plata.
La División de Caza y Pesca y los primeros permisos para emplear vapores pesqueros
Al terminar el siglo XIX, algunos empresarios solicitaron permiso al gobierno argentino para operar con embarcaciones con motores a vapor y redes de arrastre. El Poder Ejecutivo nacional autorizó este sistema de pesca en el Río de la Plata y el litoral bonaerense a barcos de bandera argentina que llevan por lo menos una tercera parte de marineros argentinos. Esos barcos debían operar por fuera la zona de las 10 millas contadas desde la costa, luego reducida a 5 millas, que se reservó para los pescadores costeros y las lanchas a vela. Una nueva repartición estatal, la División de Caza y Pesca, dependiente del Ministerio de Agricultura creado a fines de 1898[1], se encargó de efectuar los informes correspondientes para el otorgamiento de esos permisos y el estudio de las redes y arte de pesca. Esta División (luego transformada en la Oficina de Zoología aplicada) fue dirigida por el naturalista francés Fernando Lahille y se ocupó de difundir los potenciales recursos del litoral atlántico y formar colecciones de referencia y para distintas exposiciones. Las actividades de la División de Caza y Pesca, sin embargo, no contaron con la suficiente autonomía, los recursos necesarios ni el constante apoyo de los ministros y otros funcionarios de turno para llevar a cabo las investigaciones y proyectos previstos por su jefe. Especialmente las investigaciones marinas fueron limitadas por la falta de embarcaciones y otros elementos. En ese sentido, Lahille reconocería tiempo después:
“el poco interés que se presta al estudio de las riquezas del mar no me ha permitido realizar aún las campañas de pesca que solicito desde tantos años […] el conocimiento de casi todas las especies nuevas para el país o para las ciencias lo debemos al concurso benévolo de nuestros escasos pescadores” (Lahille, 1913, p.19).
Efectivamente, durante la primera década del siglo, las especies marinas descriptas por los naturalistas de las instituciones argentinas fueron las remitidas por los pescadores y los consignatarios de pescado o las observadas en los mercados porteños (García, 2014). Entre otras actividades, Lahille promovió el estudio sistemático de peces, proponiendo planillas ictiométricas y un “ictiométro” para homogeneizar los procedimientos de medición de los peces y regular el tamaño de los ejemplares a comercializar (Lopez y Aquino, 1996). También insistió en la necesidad de adoptar un mismo sistema de medidas y registros siguiendo las convenciones internacionales, para uniformar la terminología empleada y la anotación de datos durante los viajes de barcos mercantes, pesqueros o militares, de forma tal que pudieran combinarse con facilidad para producir mapas y conocimientos oceanográficos que promovieran las “industrias del mar” desde una “verdadera base científica”. Para ello publicó planillas de registro y las instrucciones para confeccionar un atlas “talosográfico” (Lahille, 1901), insistiendo que la barcos pesqueros con redes de arrastre, precisaban cartas náuticas más detalladas que las provistas por el Servicio Hidrográfico, con indicaciones sobre la disposición de los fondos submarinos y su naturaleza. Vinculado con esto, preparó un plano isobático de las costas de la Provincia de Buenos Aires, que por falta de recursos solo pudo imprimir en un tamaño reducido. Esas planillas de registros y planos del relieve submarino, preparadas por la División de Caza y Pesca, fueron entregados a algunas de las primeras empresas de vapores pesqueros. Asimismo, esta repartición procuró la colaboración de estas compañías que comenzaron a explorar nuevas zonas de pesca, estableciendo algunas clausulas en los permisos de pesca concedidos por el gobierno:
“el concesionario estará obligado a admitir á bordo de sus buques en cada expedición un empleado […] encargado de la inspección de la pesca y efectuar los estudios que se encomienden […] de todas las especies desconocidas para los pescadores que llegase a conseguir el concesionario, le entregará varios ejemplares á la Dirección de Comercio é Industrias para las colecciones de la División de caza y pesca. Llevará también una estadística de las cantidades de pescado extraídas por sus buques con expresión de las diferentes especies y apuntes de los lugares de pesca, y las migraciones de peces más comunes, datos que comunicará mensualmente á dicha Dirección” (Registro Nacional, 1899, p.95).
Esta normativa se concretaría parcialmente. Algunos de los primeros empresarios que solicitaron permisos para pescar con vapores no llegaron a desarrollar esta actividad o no duraron mucho tiempo. Las primeras compañías se circunscribieron a la boca del Río de la Plata y principalmente a la explotación de las corvinas y pescadillas, los principales productos pesqueros introducidos en el mercado porteño desde Montevideo. Al terminar el siglo XIX, el empresario más importante en este rubro fue Pedro Galcerán, quien desde mediados de la década de 1880 se dedicaba a proveer de pescado fresco a Buenos Aires desde la capital uruguaya. Inicialmente, ese negocio se apoyó en la compra a los pescadores costeros de Montevideo. Lo pescado en el día, luego de ser clasificado y agrupado en “colleras” (conjunto de tres o cuatro pescados unidos por una cuerda), era embarcado en los llamados “vapores de la carrera” para el mercado porteño. El mal tiempo, el viento contrario y otras causas demoraban con frecuencia los botes de los pescadores y el vapor salía sin conducir la pesca del día, pero cobrando el flete estipulado por contrato y generando que la empresa no cumpliera los compromisos asumidos con los compradores porteños. A causa de esos problemas, la firma de Galcerán decidió hacer la pesca por su cuenta, utilizando personal propio y vaporcitos que arrendó en Montevideo. Asimismo, introdujo el empleo una gran red de arrastre llamada “bou”, operada por lanchas a vapor. Este sistema, que en un día superaba ampliamente las capturas de las embarcaciones a vela o la pesca desde la costa, generó la protesta de los pescadores uruguayos que no podían competir con la empresa ni obligarla a seguir comprándoles el pescado[2]. Tras una huelga en 1898, los pescadores de Montevideo consiguieron que el gobierno atendiera sus quejas contra el sistema de pesca de la firma Galcerán, aduciendo que perjudicaba a los pescadores en bote y destruía enormes cantidades de pescado y sus crías. Las redes de arrastre fueron prohibidas en Uruguay, medida que se mantuvo en otro decreto de 1903 y en otro posterior de 1914, a pesar de los pedidos de la firma Galcerán[3]. Tras la finalización de la Gran Guerra, el gobierno se dejó sin efecto esas restricciones (Martinez Montero, 1940).
Cabe señalar que en otros países y regiones se dieron grandes discusiones entre por un lado, los pescadores costeros, quienes se quejaban del empleo de redes de arrastre tiradas por vapores, atribuyéndoles una acción destructora; y por otro, los empresarios o promotores de ese sistema, quienes negaban ese efecto pernicioso y resaltaban ciertas ventajas, como obtener pescado con menor costo y abaratar el consumo de ese producto. Al terminar el siglo XIX, el aumento de la cantidad y tamaño de los vapores pesqueros y el uso de grandes redes de arrastre en los mares del Norte al igual que la introducción de esta tecnologías en otras regiones, generó debates alrededor de los efectos de ese sistema de pesca sobre los fondos marinos, los stock y la reproducción de peces comerciales que llevarían a la propuesta de programas de investigación, la creación de comisiones internacionales e instituciones científicas dedicadas al estudio de estas cuestiones. En la Argentina, la introducción de vapores y grandes redes de arrastre no pareció suscitar las quejas de los pescadores costeros, en tanto que las principales comunidades se ubicaban distantes del puerto de Buenos Aires, base de operaciones de las primeras firmas que emplearon vapores pesqueros.
Por su parte, la firma Galcerán buscó operar en el Río de la Plata bajo el amparo de las autoridades argentinas. En enero de 1899, obtuvo la autorización del gobierno argentino para pescar en el estuario del Plata y la costa atlántica por fuera de las 10 millas de la costa argentina, utilizando barcos con bandera argentina. Unos meses después, Galcerán colaboró con la División de Caza y Pesca, facilitando una de sus costosas y cuestionadas redes de arrastre para estudiar su uso, durante una expedición marítima que realizó Lahille y sus ayudantes. Este empresario también buscó el apoyo del primer ministro de Agricultura, Emilio Frers, cuando fue detenido por las autoridades uruguayas uno de sus barcos autorizado por el gobierno argentino[4]. Las operaciones de las embarcaciones de esta firma pusieron en evidencia los problemas no resueltos de las jurisdicciones sobre las aguas comunes con la República del Uruguay. A mediados de 1907, otro incidente ocasionado por la pesca con “bou” en el Río de la Plata realizado por embarcaciones argentinas dentro de los que se consideraba jurisdicción uruguaya inicio un nuevo debate periodístico sobre el tema, agravado por el naufragio y auxilio a un vapor.
La empresa Galcerán mantuvo sus actividades en el puerto de Montevideo, desde donde continuó remitiendo pescado al mercado porteño[5]. Hacia mediados de 1905, parte de esta empresa y su permiso de pesca del gobierno argentino, fueron transferidos en Buenos Aires a la compañía naviera de Ernesto Arana (Fermepin y Villemur, 2004). Esta empresa operó desde el puerto porteño con tres pequeñas embarcaciones a vapor, denominadas Trucha, Pirán y Gaviota. Estos barcos se dedicaron a la captura corvinas y en forma secundaria reunieron pescadillas y palometas. Sus áreas de pesca se circunscribieron a la desembocadura del Río de Plata, entre las 5 a 15 millas de distancia de la costa, llegando frente a la zona de Punta Piedras y el Cabo San Antonio. Esta compañia facilitó datos estadísticos de pesca a Lahille y el embarque de empleados de la Oficina de Zoología en alguno de los viajes. No obstante, esta actividad duró poco. En 1909, la empresa de Arana solo se dedicaba a la navegación, manteniendo un vapor de carga al Brasil, mientas el resto de su flota (ocho barcos) estaba arrendada a la empresa de Nicolás Mihanovich, la más importante compañía naviera de la época[6].
Por entonces habían aparecido en el puerto de Buenos Aires otras firmas con vapores pesqueros, incentivados por los beneficios que prometía el comercio de pescado fresco en la plaza porteña y el “lujo del consumo” de ciertos productos. Tal como reconoció un inspector de los mercados porteños de alimentos:
“en nuestro país el consumo de pescado se limitaba, hasta hace poco, al que nos llegaba de los ríos de la Plata, Paraná, Uruguay, las lagunas de la Provincia de Buenos Aires, y como productos de mar; el de Montevideo y Mar del Plata. Los trasatlánticos modernos con sus instalaciones frigoríficas nos proporcionaron más tarde el lujo del consumo de salmones, merluzas, langostas, etc., al estado fresco, pero á un precio tal, que sólo estaba al alcance de las personas pudientes. La merluza traída de España se vendía hasta hace poco á $6 m/n el kilo. Ante la perspectiva que esto significaba, se establecieron entre nosotros Sociedades capitalistas que se proponían explotar esta industria, tomando como punto de mira nuestro inconmensurable Atlántico, con todas las perspectivas de un criadero inagotable” (Zabala, 1910, p.5).
Según los comentarios de la época, los productos del mar eran una mercancía cara en Buenos Aires y su consumo se restringía a los sectores más acomodados, los hoteles y restaurantes más lujosos y algunos sectores inmigrantes que mantenían sus costumbres alimenticias. Hacia 1904, los grandes transatlánticos habían comenzaron a traer desde Southampton y luego del puerto de Vigo, salmones, merluzas y langostas refrigerados. También se recibirían ostras en estado “fresco” de Brasil. La posibilidad de explotación de la merluza, sería uno de los objetivos de algunos viajes de exploración enviados por las primeras empresas pesqueras que se organizaron a ambos lados de Río de la Plata.
La Pescadora Argentina
El 11 de mayo de 1906 se conformó en Buenos Aires una sociedad de armadores, conocida como “La Pescadora Argentina”, con un capital autorizado de 1.000.000 de pesos m/n. Esta empresa, presidida por Francisco Dumas, fue la primera en este puerto en emplear barcos a vapor construidos especialmente para la pesca con grandes redes de arrastre de fondo. Estas embarcaciones eran conocidas con el nombre inglés de trawler, o chalutier en lengua francesa, siendo posteriormente llamadas “arrastreros”. En 1907, un decreto del Poder Ejecutivo mantenía la prohibición de utilizar redes arrastradas por vapores dentro de las primeras cinco millas desde la costa, agregándose que esa distancia se aumentaba a 10 millas en las zonas donde existieran comunidades de pescadores. Otro decreto del mismo año, otorgó franquicia aduanera a los productos obtenidos por los vapores pesqueros de bandera nacional. Considerando a los buques de matrícula nacional como una porción del territorio argentino, se estimó lo pescado fuera del mar territorial como productos nacionales a los efectos aduaneros (Fermepin y Villemur, 2004).
La actividad de la Pescadora Argentina se inició a mediados de 1907 con la llegada de dos trawlers de 195 toneladas, bautizados Uno y Dos, cuya construcción se había encargado al astillero escocés de Hall Russell y compañia, especializados en la fabricación de este tipo de embarcaciones. El primer viaje de estos barcos duró una semana y se realizó a principios de julio de 1907, volviendo “cargados de merluzas, rubios, meros, calamares, sargos y pescadilla. Muchos de estos ejemplares eran desconocidos, por lo que debieron venderse á un precio irrisorio por negarse el público á comprarlos, debiendo una gran parte inutilizarse por falta de solicitantes” (Zabala, 1910, p.6).
Las operaciones de pesca con los trawlers implicaron la explotación de zonas más alejadas de la costa y fondos de mayor profundidad que los alcanzados por los pescadores costeros y lanchones a vela de Mar del Plata, que por entonces no pescaban en profundidades mayores de 20 metros. La Pescadora Argentina comenzó explotando la corvina y pescadilla en la desembocadura del Río de la Plata y ensayando la pesca de otras especies en varios sitios del Atlántico frente al litoral bonaerense. Allí encontrarían variedades de peces que al principio resultaron difíciles de comercializar por ser desconocidas para el público. Para facilitar las ventas en los mercados, las nuevas formas ictiológicas fueron bautizadas con nombres conocidos por los consumidores (García, 2014). Paralelamente, fueron remitidos ejemplares a la Oficina de Zoología del Ministerio de Agricultura para su determinación y publicidad y otros al Museo Nacional de Historia Natural de Buenos Aires. Esta compañía colaboró con la formación de colecciones y la identificación de nuevas especies, pero evitó comunicar las coordenadas de los lugares de pesca por temor a la competencia con las otras empresas que fueron apareciendo en Buenos Aires.
Aunque al principio hubo algunas dificultades para vender las nuevas especies capturadas por los trawlers, la actividad pareció redituable. Entre 1908 y 1911, la Pescadora Argentina adquirió otros cinco barcos construidos en el mismo astillero escoses[7]. Estas embarcaciones tenían entre 35 y 40 metros de eslora, casco metálico, bodegas con capacidad para 90 a 130 toneladas de pescado conservado con hielo y algunos contaban con máquinas refrigeradoras. Estaban equipados con potentes motores para navegar a 10 o 11 millas por hora y regular la velocidad para el arrastre en profundidad de la gran red, contando además con guinches a motor para su izado. En cada lance, se remolcaba la red por dos horas, llegándose a obtener:
“hasta 4.090 k de pescado; sin embargo, transcurren días enteros sin que se recojan, hasta dar con el cardumen. Si se daba con este, se podía cargar por completo el buque en poco tiempo. Se recogían corvina, pescadilla, palometa, besugo, merluza, langostino, calamares, brótolas, caballas, sargo, rubio, bacalao patagónico, mero, bonito, pargo, congrio, anchoas, raya, borriqueta, centolla, tortuga, cazón, tiburón y otras varias sin importancia ó desconocidas.” (Zabala, 1910, p.7)
Lo obtenido con la red se volcaba en cubierta, donde los especímenes eran lavados y clasificados por especies, devolviendo al mar los que no se comercializaban o consumiéndolos a bordo. Como en los mercados, las tareas de selección y clasificación de los animales habituarían la mirada de los pescadores a detectar las variedades comunes en ciertas zonas y los especímenes anómalos o raros, algunos de los cuales se guardarían para ser determinados por los científicos. Las especies comercializables se acomodaban en cajones con hielo machacado, para lo cual se llevaban entre 8 a 15 toneladas de hielo. Los viajes duraban de cinco a nueve días. Los productos de la pesca se desembarcaban en el puerto de Buenos Aires, ya sea la Dársena Sur o la Boca del Riachuelo. Posteriormente, se le concedió a esta empresa, al igual que a otras firmas, un espacio fijo en el puerto para las operaciones de sus buques[8]. Hacia 1909, comenzaron las inspecciones sanitarias en esos lugares al igual que en la estación ferroviaria de Constitución, donde llegaba la pesca marítima y de las lagunas de la Provincia de Buenos Aires. De forma paralela, continuaron las denuncias por los problemas en el transporte y comercialización de los productos pesqueros frescos por las precarias condiciones higiénicas y de refrigeración.
En esa época, otras compañías pesqueras operaron desde el puerto de Buenos Aires, aunque tuvieron una vida efímera o problemas financieros. Hacia 1908 trabajó una compañía alemana con dos trawler así como otra francesa. Al año siguiente, comenzó sus actividades la firma La Porteña, que alcanzó a tener cuatro barcos pequeños. También apareció una empresa de origen inglés, River Plate Trading Company, que en 1911 transfirió su permiso de pesca a la Compañía Anglo-Argentina de Pesca. Esta, luego, se unió o vendió sus barcos a la Pescadora Argentina, que llegó a contar con once trawlers. Para 1913, esta última era la compañia pesquera más importante de Buenos Aires. En esa época, una empresa noruega dedicada a la fabricación de redes y otros aparejos para la pesca de altura pensó en ampliar su negocio en la Argentina por las perspectivas que parecía tener este negocio. No obstante, según menciona Villemur (1993), la rivalidad comercial entre esas compañías pesqueras finalizó con el quiebre de algunas y la absorción de otras por parte de la Pescadora Argentina, que quedó dueña de la plaza y de imponer los precios sobre ciertos productos pesqueros. Al comenzar la guerra mundial, aprovechó el incremento de los precios de los barcos para vender su flota: uno de los pesqueros fue adquirido por el gobierno uruguayo[9] y los otros fueron comprados por gobierno ruso, siendo utilizados como barreminas en el Ártico. En los años de la Gran Guerra, la Pescadora Argentina dejó de operar y no se registró la actividad de otras compañías pesqueras en el puerto de Buenos Aires hasta finalizado el conflicto bélico europeo, cuyo escenario de acción también se extendió a los mares de estas latitudes.
La pesca de altura en la posguerra
En la década de 1920 algunas empresas de navegación y armadores comenzaron nuevamente a explorar la pesca de altura desde el puerto de Buenos Aires, ofreciendo oportunidades para el embarque de naturalistas y aficionados a la biología marina y contribuyendo a incrementar las colecciones del museo porteño. La compañía de navegación Gardella, cuya fundación databa de mediados del siglo XIX, inició estas actividades con dos trawlers al comenzar la década de 1920, incorporando posteriormente otros barcos. También por cerca de once años mantuvo una sucursal en Montevideo, administrada por un miembro de la familia Galcerán, donde llegó a operar con cuatro vapores pesqueros con bandera uruguaya, los cuales en 1931 fueron matriculados en el puerto porteño al cerrase esa agencia. Al finalizar la guerra europea, el gobierno uruguayo había autorizado el uso de redes de arrastre, como medida para incentivar el abaratamiento de estos alimentos[10]. A ambos lados del Plata, se instalarían otras empresas pesqueras cuyo principal mercado continuó siendo el puerto de Buenos Aires, hasta las restricciones a la importación de pescado fresco desde Montevideo con los impuestos que se comenzaron a aplicar entre 1930 y 1931, generando una “desigualdad económica” en la explotación de la pesca con bandera uruguaya frente a la misma actividad con bandera argentina (Martinez Montero, 1940). De hecho, la importación de pescado “uruguayo” en la Argentina disminuyó drásticamente con esas medidas: de 3.444.317 kg introducidos en 1928, se bajó en 1932 a 29.640 kg.
En esos años aumentó el número de barcos pesqueros y la competencia con otras compañías dedicadas a la pesca de altura. En 1928 se contaban siete trawlers operando desde el puerto de Buenos Aires. La empresa Gardella tenía cuatro vapores; la sociedad de Cantú y Ribatto[11] contaba con el Adela y el Victoria, y Manuel Rodríguez Giles, había adquirido el Honora, que se hundió en 1933. En ese momento, este fue el barco más importante en tonelaje e instalaciones, incluyendo dos cámaras frigoríficas y un sistema de radiotelegrafía con un alcance de 400 millas, permitiendo en alta mar la comunicación permanente con su armador (Carpio, 1928). Por esa época, se suma a esta actividad la sociedad anónima “Industria Pesquera Argentina”, con cinco barcos pesqueros. Este tipo de embarcaciones llevaban una tripulación de 15 a 20 hombres (pescadores, maquinistas, foguista, carbonero, cocinero y mozo de cocina) de distintas nacionalidades, principalmente italianos, seguidos de españoles y algunos suecos, dinamarqueses, alemanes, portugueses. En una mínima proporción se encontraba algún argentino entre la tripulación. Las comodidades a bordo no eran muchas, resaltaba la “buena cocina” y “a toda hora mate o té” (Reel, 1934).
Hacia 1934 se registraban 15 trawlers, aunque trabajaban regularmente nueve o diez: tres de ellos en la zona de confluencia de las aguas del Plata y el Atlántico, donde se pescaba corvina, pescadilla y otros “peces comunes” y los restantes mar afuera, dedicados a la explotación de la merluza, capturando paralelamente diversas especies de peces, calamares y centolla. (Cabeza, 1938). La casi totalidad de la producción de la pesca de altura se comercializaba en estado fresco para el consumo alimenticio, principalmente a través del Mercado interno de consumo “Intendente Bullrich” de Buenos Aires, un lugar de concentración de la pesca desde 1915, hasta su reemplazo por un nuevo mercado con instalaciones frigoríficas en 1935. Por entonces, lo obtenido anualmente por los vapores pesqueros continuaba siendo menor que lo que llegaba a Buenos Aires desde Mar del Plata. Según informaba la Oficina de Pesca del Ministerio de Agricultura en 1932, la producción de Mar del Plata y la de los trawlers, no sobre saturaban el mercado, ya que se alternaban en la época que intensificaban la pesca: “en invierno Mar del Plata produce poco y los “trawlers” mucho. En verano ocurre lo contrario, obligando a las empresas a desarmar algunos barcos y dedicarse casi exclusivamente a la merluza” (Ministerio de Agricultura, 1933, p. 282). Hacia fines de la década de 1930, se fomentó la utilización de la merluza en la fabricación de conservas de pescado en Mar del Plata, por lo que las empresas pesqueras comenzaron a mandar algunos trawlers a descargar ese producto a la ciudad balnearia para los establecimientos de congelación y fabricación de conservas. Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, el aumento de los precios de combustible, sumado la escases de repuestos y elementos de pesca, generó que las compañías pesqueras redujeran las actividades de su flota. La empresa Gardella dejó de operar hacia 1942 (Fermepin y Villemur, 2004). Parte de su flota e instalaciones fue adquirida por el gobierno nacional, pasando a integrar la División Pesca de la Flota Mercante del Estado.
La colaboración con los sectores científicos
Durante las décadas de 1920 y 1930, la firma Gardella (luego llamada Pesgar S. A.) fue la empresa más importante en la pesca de altura de Buenos Aires, contando con la mayor cantidad de barcos y llegando a administrar a otras compañías pesqueras de este puerto. También fue la principal colaboradora de los museos de ciencias naturales de la Argentina y Uruguay. El gerente de sucursal en Montevideo, Luis Galcerán, fue un “entusiasta colaborador” del Museo de Historia Natural de la capital uruguaya, enviando diversos ejemplares obtenidos por los vapores pesqueros y contribuyendo al catálogo sistemático de los peces uruguayos. Una colaboración similar, recibió el museo de Buenos Aires. De esta forma, las instituciones científicas de ambos lados del Río de La Plata contarían en esos años con la ayuda de la misma empresa y con los especímenes obtenidos por los mismos barcos pesqueros, que al incorporarse a las colecciones y los catálogos publicados por cada museo, pasarían a formar parte de la fauna de cada país.
En la década de 1920 se amplió el número de los pocos aficionados y naturalistas que se interesaron por el estudio de la fauna marina en la Argentina y en reunir colecciones embarcados en barcos pesqueros, militares o veleros deportivos. Muchos de ellos fueron colaboradores, adscritos honorarios o empleados del Museo Nacional de Buenos Aires, donde se promovieron estas investigaciones, especialmente a partir de 1923, cuando asume como director Martín Doello Jurado. Este zoólogo generó una estrecha colaboración con varios oficiales de la Armada así como con la Compañía Argentina de Pesca Gardella, quienes ayudaron a reunir colecciones y a embarcar empleados y colaboradores del Museo. Con algunas contadas excepciones, las actividades que pudieron desarrollar los naturalistas embarcados fueron colaterales y subordinadas a las tareas y los tiempos del trabajo pesquero o las misiones navales. No obstante, gracias a esa colaboración las instituciones científicas argentinas podían suplir la falta de recursos y embarcaciones para conocer y recoger ejemplares de la fauna marina. Asimismo, a partir de 1928 el museo porteño pudo contar con una pequeña estación marítima en el puerto de Quequén. Allí, las interacciones de los naturalistas visitantes con los pescadores locales ayudaron a la formación de colecciones y el estudio de varias especies.
Las publicaciones de los naturalistas argentinos de la época dan cuenta de los lugares y la forma de obtener los ejemplares estudiados, mostrando cómo se combinaban distintos sitios de observación y la importancia de la pesca comercial para las investigaciones de la fauna marina. Así, por ejemplo, el zoólogo Tomas Marini mencionaba: que además de efectuar visitar periódicas al mercado Bullrich:
“he continuado mis visitas periódicas al mercado Bullrich, de esta Capital, y me ha sido dado encontrar ejemplares de especies que no figuraban en las colecciones del Museo Nacional de Historia Natural de Buenos Aires y que son, también, nuevas para nuestra fauna. Asimismo, he tenido la suerte de coleccionar algunas novedades en varios viajes efectuados a bordo del Angélica, barco pesquero de la empresa Gardella y compañia. Por otra parte, el capitán don Carlos Alexandersson, de la misma compañia, persona de ponderado espíritu de observación, tuvo oportunidad de favorecernos con numerosas piezas de sumo interés, además de datos de mucha importancia para el conocimiento de nuestra fauna marina y su distribución geográfica […] en el mes de marzo último concurrí al puerto de la Capital, en momentos en que se descargaba el pescado procedente de un viaje, efectuado en el Atlántico por el vapor Maneco; en esta oportunidad observé varios cajones de rayas” (Marini, 1928, p.274-275)
Como menciona este naturalista, para coleccionar “novedades” se podía recurrir a paseos matutinos en los mercados y hurgar en los puertos de venta; embarcarse en vapores pesqueros y aprovechar a coleccionar los ejemplares que se descartaban por carecer de valor comercial; o visitar el puerto cuando los pescadores descargaban la pesca clasificada por especies. Los ámbitos portuarios ofrecieron un espacio de sociabilidad, donde los naturalistas pudieron contactar la colaboración de capitanes y marinos y encargar la búsqueda de ejemplares sobre determinado grupo biológico. Algunos capitanes de vapores pesqueros, como el sueco Oloff (argentizado Carlos) Alexandersson, acumularon años de experiencia y observaciones sobre las condiciones, zonas y estacionalidad de las especies de mayor valor comercial y otras sin importancia económica, pero que aparecían juntas en la red de arrastre. Este capitán donó y vendió colecciones de peces, aves e invertebrados marinos al Museo de Buenos Aires En varios trabajos científicos se agradecería la información y los ejemplares facilitados. Alexandersson pescaba en esta región del Atlántico desde 1908 y lo haría por lo menos, por tres décadas más, formando a su hijo en el mismo oficio. Fue capitán de los pesqueros Undine y Maneco de la compañía Gardella, donde se embarcaron empleados y colaboradores del museo porteño, así como otras personas y periodistas que promocionarían la pesca de altura.
Los capitanes de los vapores pesqueros fueron acumulando observaciones sobre los tipos de fondos, las temperaturas y las profundidades donde abundaban los peces comerciales, como la merluza. A mediados de la década de 1920, las zonas de pesca ya no se mantenían en secreto. Los barcos se encontraban en esas áreas y permanecían varios días a la vista unos de otros. En general, se estacionaban a unas 200 a 300 millas de la costa (a unas 30 horas de navegación de Buenos Aires) en parajes donde abundaba la merluza. Para entonces eran conocidas dos zonas bien delimitadas de captura de estos animales, pescándose más al norte en el invierno y más al sur entre septiembre y mayo. También se sabía que abundaba a determinadas profundidades (entre 74 a 185 metros) y a cierta temperatura del agua, medida con termómetros de fondo que disponían algunos barcos (Carpio, 1928). La medición de la temperatura del agua como la detección de la naturaleza del fondo podía ayudar a detectar los cardúmenes, que no se observaban a simple vista desde cubierta. Por otro lado, el conocimiento de los fondos marinos podía ayudar a evitar el deterioro de la red. Las operaciones de pesca incluían sondear la profundidad del área, ya que la longitud de los cables de la red de arrastre guardaba relación con la profundidad donde hallaban los animales que se procuraban. Asimismo, los capitanes manejaban un saber práctico sobre las condiciones meteorológicas de la zona y de las corrientes que tenían en cuenta para el lanzamiento de la red. Por cada lance, se registraba en los diarios de pesca: la posición del barco (el punto de observación de la latitud y longitud, desde el cual se desplazarían durante el arrastre de la red), la hora, la temperatura, la profundidad en brazas y los kilos de pescado obtenidos (cf. Carpio, 1928).
Como en otras partes del mundo, los diarios de pesca y registros diarios que llevaban los buques pesqueros proveyeron de información a los científicos interesados en determinar la presencia, las migraciones y la estacionalidad de ciertas especies así como para la confección de las estadísticas de pesca. Las coordenadas geográficas y las profundidades de pesca de los ejemplares de peces, moluscos y otros invertebrados marinos remitidos por los capitanes o la firma Gardella al museo porteño, se consideraron datos “aproximados” pero suficientes para los estudios generales. Las anotaciones de estos marinos aunque no eran consideradas tan exactos como los datos obtenidos en las expediciones hidrográficas y los buques de la Armada, ofrecían información sobre zonas no frecuentadas por la navegación mercante o militar. Además brindaban observaciones repetidas a lo largo de varios años y decenas de viajes. Por otra parte, los registros y los comentarios orales de los capitanes y pescadores se combinaban con otras fuentes de información y las observaciones de los naturalistas embarcados, tal como señaló el encargado de la Sección de Peces del Museo de Buenos Aires, Antonio Pozzi (1945, p. 367):
“en los sucesivos viajes que he realizado a bordo de los buques oceanográficos de la Armada Argentina, y en los barcos pesqueros “Trawler” de la compañia Pesgar; a la vez que el estudio comparativo de los resultados obtenidos por los barcos pesqueros Maneco y Undine en más de ochenta viajes efectuados de 1925 a febrero de 1934, se ha podido establecer la amplitud de los desplazamientos o movimientos migratorios que cumplen las merluzas”.
Las observaciones y experiencia empírica que iban adquiriendo los capitanes en cada viaje al ser registradas en diarios de pesca y planillas, luego compilada y sistematizada en tablas y mapas, podía transformar los informes de los pescadores en información científica. En 1935, Pozzi y Luis Bornalé publicaron una nueva enumeración de los peces marinos de la Argentina, ampliando el listado publicado 40 años atrás. El “Cuadro sistemático de los peces de la República Argentina” constituía una síntesis de las especies identificadas en viajes a bordo de los vapores pesqueros y barcos de la Armada argentina y en las colecciones del Museo de Buenos Aires, junto con lo mencionado en catálogos previos y en los informes de las exploraciones extranjeras que habían recorrido “nuestra meseta submarina” (Pozzi y Bornalé, 1935). El nuevo catálogo fue acompañado de un mapa hidrográfico de la plataforma submarina con las divisiones batimétricas y el rumbo de las corrientes llamadas “Malvinas” y “Brasil”. Los autores justificaron el límite elegido en el mapa:
“siendo la plataforma continental una continuación del territorio, perteneciente por lo tanto a la soberanía nacional, las riquezas que ésta encierra son una fuente de recursos que contribuyen a la economía y prosperidad de la nación. Este argumento nos parece bastante sólido para fundamentar la elección de la zona marina hasta la isobara de los 200 metros” (Pozzi y Bornalé, 1935, p.146).
Por entonces, ese espacio se había comenzado a llamar la “pampa marítima”, considerándoselo parte del territorio argentino y fuente de grandes riquezas. El desarrollo de la pesca comercial hizo visible una parte de esas presumidas riquezas, acercando especímenes desconocidos a la mesa de disección de los científicos y contribuyendo a la ampliación de los acervos de los museos y la identificación de nuevas especies para la fauna “argentina”. La actividad de los vapores pesqueros llevaría a la revisión de la jurisdicción marítima y a una paulatina ampliación del considerado mar territorial.
Consideraciones generales
Los trawlers dedicados a la pesca de altura frente al litoral bonaerense y que trabajaron desde el puerto de Buenos Aires facilitaron a los naturalistas la formación de colecciones, el “descubrimiento” de nuevas especies y los registros acumulados en años de sondeos y pesca en la meseta continental. Para los historiadores de la ciencia, esto remite una cuestión historiográfica importante: el lado colectivo y burocrático de la compilación de datos y la organización del conocimiento. En los últimos años, la cuestión de la participación ciudadana en la actividad científica, especialmente en el “trabajo de campo” y la recopilación de observaciones en grandes espacios territoriales se ha vuelto un tópico importante en la historiografía de la ciencia. Esto ha llevado a una revisión de la relación de las prácticas científicas de “campo” y la producción de conocimientos con diversas actividades de explotación de recursos u otras de carácter recreacional o turístico. Paralelamente se ha ido prestando más atención a los intercambios, intermediarios y espacios concretos de interacción entre los científicos y los sectores ciudadanos que participaron o fueron convocados para la recopilación de información.
Los espacios portuarios, como en este caso, Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX, conformaron un nodo en las redes de intercambio y circulación de información entre marinos, pescadores y naturalistas, donde además, se ofrecieron y contrataban diversos servicios. El estudio de estos espacios permite observar la intersección de mundos sociales diferentes y las transformaciones en el significado de las cosas. Entre ello, se incluyeron las transacciones comerciales en torno a la adquisición de colecciones y los pedidos a los capitanes para la obtención de determinados ejemplares y otras observaciones o registros de datos. Como ha señalado algunos autores, tanto la escala del espacio marino como la opacidad de sus profundidades generaron que la comprensión del ambiente marino fuera mediada por diferentes tecnologías y sistemas de conocimiento, incluyendo el equipo y los saberes de los pescadores, navegantes y otros agentes que trabajan en el mar. En ese sentido, la pesca de especies de profundidad con vapores y redes de arrastre constituye un caso interesante para examinar algunas de estas cuestiones, así como las vinculaciones entre esta actividad comercial y el conocimiento del mundo marino.
Reconocimientos
Este trabajo forma parte del Proyecto PIP 0153: “La burocracia, la comercialización de la naturaleza y el carácter transaccional de la ciencia”, financiado por el CONICET. También se relaciona con los proyectos PICT 2015-3534: “La fauna marina del Atlántico Sur en la ciencia, el derecho y el comercio” y ECOS- SUD: Ciencia ciudadana: los espacios de los aficionados en la práctica de la ciencia, 1850-1950”.
Gran parte de los folletos, publicaciones de la época y otros materiales utilizados en este trabajo fueron consultados en la Biblioteca del Museo de La Plata y en la Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata. Agradezco al personal de ambas instituciones así como al jefe de la División Zoología Vertebrados del Museo de La Plata, Dr. Hugo López, por facilitarme bibliografía e información.
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Citas
[1] En 1898, el Poder Ejecutivo nacional amplió su gabinete a ocho ministerios nacionales, creándose el de Agricultura, el de Marina y el de Obras Públicas. En los papeles, los dos primeros compartirían la jurisdicción sobre las cuestiones de caza y pesca marítima. En la práctica, estos temas fueron inicialmente incluidos en el programa de trabajo del Ministerio de Agricultura.
[2] “Pescado de Montevideo”, La Nación, 14/10/1898.
[3] En 1907 hubo un intento de autorizar la pesca con redes de arrastre fuera de una zona de cinco millas de la costa. Los pescadores de Montevideo se declararon en huelga para protestar contra esa resolución del gobierno uruguayo que permitía el uso del “bou”, alegando que eso arruinaba a los pescadores de palangre, destruía las crías y amenazaba el porvenir de una gran fuente de riqueza. Las autoridades uruguayas encargaron practicar estudios al respecto, suspendiendo esa autorización.
[4] Con fecha del 6 de julio de 1899, el ministro de Agricultura remitió una nota al de Relaciones Exteriores, advirtiendo sobre la necesidad de un convenio con la República del Uruguay en relación con la pesca: “con motivo de varios permisos de pesca en el Rio de la Plata y el Océano Atlántico, acordados recientemente por el P.E, se ha suscitado la cuestión de la jurisdicción de nuestro país y de la República Oriental del Uruguay sobre las aguas del primero. Una de las empresas concesionarias en particular, la de los señores Pedro Galcrán y Cía., fundándose en que las autoridades orientales la han hostilizado, llegando hasta apresarle sus vapores, se ha presentado al Ministerio a mi cargo manifestando que consideran indispensable para la seguridad de sus derechos y el desarrollo consiguiente de la industria a que se dedican que se lleve a cabo un acuerdo entre los gobiernos de ambos países, sea para determinar su deslinde definitivo en las aguas del Río de la Plata, sea para establecer un modus vivendi privisorio” (Frers, 1921, p. 267-268).
[5] A principios de 1906 uno de los ayudantes de la Oficina de Zoología del Ministerio de Agricultura informó sobre la actividad pesquera en Montevideo: “existen dos empresas de pesca, estando organizadas de distinta manera” (Valette, 1906). Una estaba constituida por un “sindicato”, dependiente de la firma Galcerán y compañía. Contaba con dos vaporcitos y 10 lanchas a vela, tripuladas por un centenar de pescadores que recibían un sueldo fijo, y los productos obtenidos se exportaban casi exclusivamente a Buenos Aires, remitiéndolos diariamente en los vapores de la compañía Mihanovich. El otro grupo se denominaba “Gremio de pescadores de Montevideo”, una asociación cooperativa de pescadores que disponían de 64 pequeñas embarcaciones, algunas palangreras y otras que pescaban con trasmallos. Este grupo trabajaba “a la parte”, dividiendo las ganancias obtenidas de la pesca. Solo disponía de los servicios de un vapor que no salía diariamente para los envíos a Buenos Aires. El consumo local estaba sobre cubierto y el mantenimiento de estos grupos dependía de la exportación a la capital argentina.
[6] Los barcos usados por la empresa Arana para la pesca serían utilizados como remolcadores por la compañía Mihanovich.
[7] Las características de estas embarcaciones pueden consultarse en: www.histarmar.com.ar
[8] En las inmediaciones del puerto, una de las compañias pesqueras había establecido una gran dependencia para la conservación del pescado por salazón y ahumados. Estas actividades eran realizadas por las mujeres de los pescadores, las cuales se ocupan de limpiar el pescado y seccionarlo de forma similar al procesamiento del llamado “bacalao” que llegaba del exterior. Estos productos, según se mencionaba en la prensa de la época, eran remitidos a las provincias.
[9] Hacia 1914, uno de los barcos fue vendido al gobierno uruguayo, para servir al Instituto de Pesca de ese país. La embarcación fue rebautizado: Instituto de Pesca N° 1.
[10] Con fecha del 9 de julio de 1920, el gobierno uruguayo dejo sin efecto la prohibición del uso de redes de arrastre, lo que generó reclamos de los pescadores, pidiendo que se prohíba su empleo o se permitiera solo fuera de los cabos. En 1922 se limitó el permiso para usar estas artes de pesca en la zona comprendida al este del Meridiano de la cabecera Oriental del Banco Inglés (Martinez Montero, 1940).
[11] Hacia 1926, la firma Cantú, Ribatto y Cía. presento un proyecto de instalar una usina en el puerto de Mar del plata, para la industrialización del pescado. Este proyecto paso a la Oficina de Pesca del Ministerio de Agricultura.